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Capítulo 2. El miedo



Tengo que admitir que hay algo que nunca estuvo bien en mí en referencia al miedo. No digo que no me asuste con un ruido o que no tenga capacidad de pensar en el desenlace de las cosas. Es, simplemente, que no soy una persona que lo sienta con intensidad y, una vez que se crea la tensión, mi mente se concentra y asumo con excesiva tranquilidad las consecuencias. Me ha pasado en accidentes de tráfico. En ellos, es como si en ese momento en el que todo debiera ser estrés, yo entro en calma y consigo dar el volantazo correcto para esquivar el impacto. 

Ya cuando era pequeña, mis amigos se reían de ello. Siempre decían que todos, excepto yo, eran capaces de mirar calle abajo antes de lanzarse por una pendiente que acababa en un muro. Yo era la única que era capaz de lanzarse hacia delante sin mirar y, a mitad de camino, ver el muro y pensar con total calma «Bueno, me salvaré en el último segundo».  

No puedo negar que casi siempre me salvaba, así que, nunca aprendí. 

Lo extraño es que, de mis locuras, solo me quedan una pequeña marca de una brecha en la ceja, un tobillo mal curado, dos dedos fisurados y una pequeña marca de puntos en la muñeca por saltar una valla, correr por una autopista salvando la vida de milagro y rescatar a un perro in extremis de un atropello. Nada lo suficientemente grave como para aprender. 

No sé cómo explicarlo, era tan divertido afrontar todas esas carreras sin frenos, era tal esa necesidad de vivir ese momento en el que todo se detiene y puedes ver todo pasar lento a tu alrededor, que me lanzaba sin mirar hacia delante. 

Mucho tiempo después, una vez escapé de la Nada, me dio por recapacitar sobre si esta forma de ser, esas personas que somos algo o muy inconscientes, ya estamos un paso más cerca de la Nada. Al fin y al cabo, de alguna forma, ya somos capaces de crear ese momento en el que nos desvestimos de sentimientos para cometer nuestra siguiente estupidez. 

Quizá, ese sea mi problema, que no tengo miedo y la Nada está siempre cerca de mí, acechándome para ayudarme a afrontar mis locuras, tentándome a adentrarme en ella y evitar así el dolor. 

Recuerdo que, tiempo después, me senté en esa habitación en la que una psicóloga me miraba durante una hora al mes. Aún recuerdo su pregunta. 

–¿Qué has aprendido de todo esto? –me interrogó. 

Repasé las enseñanzas que me había proporcionado, antes de enumerarlas. 

–Los lobos existen. Negarlos te deja indefenso. Negarlos hace que necesites evadirte de su existencia en la Nada. 

Tragué antes de continuar. 

–He aprendido que un segundo de duda te puede hacer perder la lucha. Tengo que reaccionar más rápido, llorar más alto y gritar más fuerte. El lobo se ceba con los que no piden ayuda. 

Sonreí ante la última, era la más divertida de todas. 

–He aprendido que el lobo espera que te comportes siempre de la misma manera y que hay que ser imprevisible si quieres librarte de él. 

Aquella mujer me había enseñado muchas cosas. Me había enseñado que las víctimas no son débiles, que todos podemos llegar a ser víctimas de algo puntual, pero que, para que puedan disfrutar cazándote, es mejor si te resistes y mantienes la calma.  

Así, los que andamos cerca de la Nada somos el caramelo que todo torturador quiere degustar. Somos nosotros los que somos las mejores víctimas, los que no pedimos ayuda porque somos inconscientes, los que resistimos los golpes sin llorar, los que nos desvestimos de sentimientos con facilidad. 

Me enseñó que encerrarse en uno mismo y aislarse es la peor estrategia, que el lobo desea que estés solo y que no grites, que no llames al rebaño para que te proteja.  

Me enseñó que cualquier herida en nosotros, cualquier debilidad, podía hacer que los depredadores giraran sus caras en nuestra dirección, olfateando el aire.  

En referencia a eso, tuve que admitirme que hubo un momento en el que yo me había sentido débil. No fue algo grande y no fue algo obvio, pero bastó para que, como si fuera un toro al que le hubieran clavado su primera banderilla, la sangre corriera a través de mi piel herida y, de repente, la caza había comenzado.  

Podéis recriminarme que en ese momento no huyera o gritara, pero alguien como yo se dice a sí mismo «No tengo miedo» y mantiene la calma mientras se desviste de sus sentimientos.  

Y eso es algo que se convierte en tu primer error, algo que el lobo celebra. Una caza sigilosa es la mejor caza. 

¿Qué os puedo contar de mi caso? Os puedo contar que nada más gemir por esa banderilla, mi camino se cruzó con él y su jauría. No es un hombre de gran estatura, quizá un metro sesenta y dos. No es un hombre joven y vigoroso. No es un hombre llamativo. Quizá, es un hombre mediocre en todo menos en el poder que ostenta. Si tuviéramos que llamarlo de alguna manera, lo llamaríamos «El Perro». Me niego a llamarlo lobo, me niego a darle más dignidad de la que tiene. No es más que ese perro rabioso que busca cazarte, que desea alcanzarte y desgarrar tu piel y tus huesos hasta destrozar todo lo que eres.  

Sin dudarlo, año tras año coartaba todos mis pasos, estableciendo un cerco alrededor de mí, buscando mi destrucción... y casi la alcanzó.  

Es solo que hubo un momento en el que tuve que recordarme a mí misma que debía quitarme esa banderilla de mi lomo. Era esa banderilla que no tenía nada que ver con él la que me lastraba.  

Hubo un momento en el que supe que la Nada te ayudaba a sentir frialdad e indiferencia, pero que hay sentimientos que son más importantes en la lucha. La rabia, el dolor y la furia tienen que acompañarte y nutrirte.  

Hubo un momento en el que tuve que buscar esos sentimientos en la muerte de mi hijo y dejarlos aflorar.  

De ahí en adelante, hice lo que había hecho toda la vida, correr hacia el peligro y pensar que en el último segundo me salvaría. 

Fue algo que él nunca esperó. 




Escrito el 25/03/2022 

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