Había sido un regalo de cumpleaños desafortunado. Tenía las mangas demasiado amplias y cortas. Era ancho de talle y escaso de longitud. Más allá, estaba hecho de lana azul celeste como un cielo de primavera, algo que su dueña, que vestía de color negro perpetuo, odiaba.
Sin embargo, a pesar de que al tratar de ponerse uno el chaquetón sobre él las mangas se enredaran y subieran, atascándose en el proceso, era un regalo
hecho a mano. Quizás, por ese único detalle, con reticencia, su dueña le dio
una oportunidad y, un día, el desharrapado jersey acabó saliendo por la puerta
de la casa para ser mostrado al mundo.
Tras esa discreta experiencia, su propietaria tuvo que admitirse
que, al vestirlo, sus sensaciones sobre él habían cambiado. La lana estaba
tejida suelta, era del grosor adecuado, el jersey no le apretaba, otorgaba un
calor aceptable en los días de frío y permitía transpirar en aquellos días en
los que despuntaba el sol de invierno. En definitiva, cumplía todas las
expectativas que un jersey debía cumplir en cuanto a funcionalidad, aunque no
cumpliera ninguna en cuanto apariencia.
Así fue como el regalo caminó por el mundo, hasta que un día
una pequeña hebra de lana se enganchó con la cremallera de un abrigo. Esa hebra
colgante situó a su poseedora ante la difícil decisión de desecharlo, más, al
meditar sobre su destino, esta zanjó la situación de forma simple, degradándolo
a la categoría de ropa de estar por casa.
Pasadas las semanas, tuvo que admitirse que no fue una mala
decisión, porque según avanzaba el invierno, se aferraba más y más a él en la
intimidad de su hogar. Era el jersey ideal con el que rodearse de calidez en
los duros inviernos, con el que sentarse a leer en el sillón y disfrutar de una
película.
Y llegaron más y más años nuevos. Todos ellos, cuando
llegaba la primavera, aquella distante propietaria dudaba sobre si debía
deshacerse de él o guardarlo un año más, pero al abrir la maleta de nuevo en el
otoño para extraer la ropa de abrigo, el jersey siempre estaba ahí con alguna
hebra colgante más, esperando abrazarla y calentar sus huesos.
Había sido ese último año cuando habían cambiado las
cosas. Nada más acabar el otoño, una de las hebras, en vez de engancharse, se
rompió. No sé si sabéis lo que ocurre con los jerséis tejidos a mano, pero una
vez que un hilo se suelta, parecen desmadejarse hasta que no queda recuerdo
alguno de ellos. Disgustada, su dueña luchó por atar esos hilos sueltos, sabiendo que el tiempo de ese regalo se acababa.
Y fue así como, sin poder dejar de llorar, visitó una
vez más a aquella persona que con sus pequeñas manos había tejido aquel jersey
para ella muchos años atrás. En esa visita, le contó lo mucho que había
significado en su vida aquel trozo de lana que tan poco había valorado al
principio.
Con un beso en la frente, la dueña se despidió de aquella
mujer a la que, al igual que al jersey, no había valorado como se había
merecido hasta que no la había visto caminar hacia el final de sus días, tanto
damos por sentado aquello que poseemos.
Mientras la protagonista de esta historia recorría las calles de vuelta a su solitario hogar, se propuso lavar con esmero los restos de aquel jersey y guardarlos en un cajón como un trofeo, para no volver a usarlos jamás. Pronto, esos entramados de hilos tejidos con amor de madre serían para ella un tesoro irremplazable y abrir ese cajón, como si el cielo azul de la primavera volviera a iluminar su corazón.
Si quieres escuchar este relato en formato podcast, está disponible en la página de Cuentos del bosque oscuro en el siguiente link: Escuchar El jersey viejo de lana (Cuentos del bosque oscuro)
Nº Registro Safe Creative: 2204261000603
Escrito el 11/05/2022