Gabriela miró el reloj por decimonovena vez en aquella hora. Sin embargo, el muy terco parecía haber encallado sus manecillas en las siete y trece y se negaba a liberarla del aburrimiento.
Con desidia, la joven masticó un trozo de manzana verde mientras rebañaba los restos del yogur Bio Bífidus Activo con sabor a algo que parecía piña. Manzana y piña. No podía negar –se recordó a sí misma para animarse con esa miserable merienda– que era lo que todos los dietistas recomendaban para un buen tránsito intestinal y una buena diuresis.
Tras un exhaustivo escrutinio de los restos del yogur mediante la punta de la cuchara, dejó caer el envase de mala gana sobre la mesa de su escritorio de trabajo, recibiendo en respuesta la consecuente mirada de irritación de Alberto, su compañero de trabajo, por el alboroto.
–Lo siento –dijo en su dirección sin sentirlo realmente y volvió a fijar la mirada en la pantalla del ordenador, fingiendo interés en las casillas de una hoja de Excel cuyo contenido ni conocía ni le interesaba.
Treinta y tres miradas después, el reloj se dignó a marcar las siete y veinticuatro. A seis escasos minutos del fin de su condena laboral, Gabriela corrió al baño para resarcirse del efecto de la piña, lavarse meticulosamente los dientes, retocarse el pelo, repasar la máscara y los trazados del lápiz de ojos, ponerse un poco de la sombra de color marrón que tanto le gustaba y que tenía brillito, echarse un poco de colorete y repasar el color de sus labios.
Un minuto de maqueo y una parecía otra cosa, sonrió a su otro yo del espejo.
Tras ese pequeño arreglo, Gabriela regresó a su puesto y, con una sonrisa radiante, se despidió de Alberto y del trabajo con un simple apretón en el botón de apagado del ordenador.
Llena de alegría, salió traqueteando en dirección al ascensor con sus sandalias de tacón de diez centímetros. No obstante, una vez en el rellano, su cuerpo se tensó, anticipándose a aquella pequeña maratón diaria. Si tenía suerte y nadie ocupaba el ascensor cuando las puertas se abrieran, dispondría de diez pisos de descenso frente a un espejo hasta alcanzar la planta baja.
Tiempo más que de sobra para terminar de retocar su apariencia.
Al abrirse las puertas, suspiró de alivio al ver el receptáculo vacío todo para ella y, nada más entrar, revisó el corto de su minifalda –que debía de quedar corto, pero no lo suficiente para que se viera nada indecente–, tiró de su camiseta de tirantes hacia abajo –lo justo para que se viera una gran porción de su canalillo, pero sin enseñar demasiado– y miró en el espejo su manicura y pedicura.
Con una sonrisa, se dijo a sí misma que sus pies lucían perfectos dentro de esas sandalias que parecían de Manolo Blahnik y que, en realidad, había comprado en las rebajas de una pequeña tienda. Lo cierto era que eran tan estrafalarias que habían quedado rebajadas a diez euros, pero bien pasaban por unas sandalias únicas de alta gama.
Al llegar a la quinta planta, para cuando había recolocado su escote y ajustado el largo de su falda unas ocho veces, tuvo la mala fortuna de que el ascensor se parara, dejando subirse a él a una pareja.
Gabriela observó con inquina a esas dos medias naranjas. El hombre debía de haber sido apuesto en sus tiempos, aunque su barriga se descolgaba ahora por encima de los pantalones y la papada hacía que su cara hubiera perdido los rasgos. La mujer tampoco parecía gran cosa. Desde luego, vestida con unos pantalones simples y una camiseta no deslumbraba en absoluto. Sin embargo, ambos decidieron torturarla las cinco plantas restantes con sus miradas de amor y carantoñas.
¿Por qué los mediocres eran siempre felices? ¿Por qué se casaban y tenían hijos? ¿Por qué podían vivir sin hacer dieta ni vestirse como fulanas ni tener que ir al gimnasio cuatro veces por semana?
Gabriela salió de aquel ascensor como alma que se lleva el diablo. Sabía perfectamente cuál era su problema. Hacía un mes que había dejado su desidia atrás, después de muchas malas experiencias, y había vuelto a activar su perfil en una conocida web de citas. Había sido entonces cuando, inesperadamente, un alto, rubio, fornido e increíble chico había comenzado a hablar con ella.
A pesar de lo obvio, que Gabriela no era mujer para semejante adonis, las cosas parecían haber funcionado y el muchacho rubio, llamado Nico, había propuesto que cenaran juntos, y lo que surgiera.
Por supuesto, Gabriela había aceptado la invitación sin dudarlo y, tres minutos después, se había situado delante del espejo de su casa para observar sus cartucheras y las pequeñas lorzas que adornaban su abdomen.
Su primera cita con Nico había sido horrible, tenía que admitirlo. Había tratado de cenar masticando incansable –por eso de no parecer una glotona–, mientras sonreía y, a la vez, se preocupaba por si un pequeño trozo de lechuga verde había quedado entre sus dientes.
Extrañamente, esa cita con Nico había sido un éxito y, apenas un par de horas después, ambos se golpeaban contra las paredes del pasillo de la casa de él mientras se besaban y se arrancaban la ropa en una danza bastante descoordinada. Todo... hasta llegar a su cama.
Gabriela sintió cómo su interior quería gritar con el recuerdo «¡Si! ¡Tú puedes!».
Gabriela suspiró ante la realidad. Ahora llevaba casi un mes quedando con «Nico, el gran dios griego» y no sabía si era su rollo o su pareja, lo que era el principal foco de su desdicha.
Era por su relación con él por lo que se había apuntado al gimnasio y había comenzado a hacer una dieta criminal, en la que se incluían las odiadas manzanas y la bendita piña. Todo, por su miedo a perderlo. No había mayor temor en su mente que la posibilidad de que, en algún momento, el temido Nico la mirara de su cintura hacia más abajo y descubriera sus imperfecciones con sus perfectos ojos enmarcados en pestañas gruesas y tupidas.
Gabriela abandonó el ascensor y atravesó el portal, dejando atrás a los enamorados, para golpearse contra el bochorno de una noche de verano madrileña. Sin dudarlo, caminó decidida por la acera con sus tacones repiqueteando en la piedra, en dirección a la casa de su «rollo barra novio».
Según caminaba, fijó su mirada de disgusto en el cielo lleno de nubes que asfixiaba la urbe y lo amenazó silenciosamente con miles de desgracias si tan siquiera osaba descargar agua sobre ella.
Pronto, le quedó claro que el cielo y ella no eran amigos. No habían pasado ni tres minutos y, al girar al final de la calle, el manto de la noche decidió no solo hacerle ver que discrepaba «ligeramente» con ella dejando caer tres escasas gotas, sino que le lanzó todo el agua que contenía como si de las cataratas del Niágara se tratara.
Gabriela vio cómo en pocos segundos su pelo se pegaba contra su cara, su máscara de ojos se vengaba de ella convirtiéndola en un oso panda y sus pies resbalaban dentro de las sandalias, sus pasos chapoteando en los charcos llenos de contaminación de esa ciudad infesta.
¡Malditos arquitectos emperrados en construir casas sin balcones bajo los que resguardarse!
Fue entonces cuando la vio, a la sombra. Al girarse nerviosa para comprobar que ningún coche pensaba pasar por su lado y salpicarla como colofón de sus desdichas, pudo ver aquella masa oscura enorme clavando sus uñas en las paredes de los edificios, desplazándose por las fachadas como si de un gorila siniestro se tratara y siguiéndola en la penumbra de la tormenta.
Aunque no, no parecía un gorila. Un rabo reptiliano parecía acompañar a la sombra, sus patas traseras más largas que las delanteras, acabadas ambas en garras.
Gabriela aceleró su paso. Aquella sombra llevaba un mes atormentándola a su salida del trabajo, persiguiéndola en su camino. Ya había huido de ella en incontables ocasiones. A veces, incluso, le había dado esquinazo tomando un taxi.
Miró de nuevo de reojo en dirección a ese ente oscuro. La sombra de ojos ardientes se movía clavando sus afiladas garras en las paredes de los edificios. Su tamaño descomunal hacía que la oscuridad creciera a su alrededor.
Gabriela trató de recordar sus lecciones de demonología. La sombra era demasiado grande como para ser un demonio menor o, si lo era, era un demonio menor bastante gordo.
¡No, imposible! ¡Tenía que ser un demonio mayor!
Repasó sus posibilidades y el primero que se le vino a la mente fue Astaroth, el Gran Duque del infierno, viniendo personalmente a por ella. El problema era que el Gran Duque era más bien nocturno y su poder se incrementaba los viernes por las noches. Siendo jueves, las dudas sobre si podía ser él carcomieron a Gabriela. Además, algo en su mente le susurró que estaba siendo egocéntrica al pensar que un demonio tan importante como lo eran el mismísimo Belcebú o Lucifer tuviera su agenda tan libre como para torturar los pasos de alguien como ella.
Si no eran ni Astaroth ni Lucifer ni Belcebú ¿quién podría ser?
Belial desde luego no. Uno no espera encontrarse con Belial y ver una masa oscura e informe. Todos esperamos encontrarnos con Belial y ver su cuerpo musculoso y tonificado y esa apariencia de belleza arrogante. No, definitivamente, Belial no debía de ser.
Gabriela apretó el paso cruzando la carrera con el semáforo en ámbar.
Tampoco era Abbadon –continuó mascullando–. A pesar del destrozo que la sombra estaba causando en las fachadas de los edificios, era poca cosa comparada con el Armagedón que uno esperaba ante la presencia de Abbadon, teniendo en cuenta su naturaleza destructora.
Las calles se estaban vaciando a su paso debido a la implacable tormenta mientras que Gabriela correteaba en su camino hacia los brazos de su amor, sus pies resbalando dentro de las sandalias y las sandalias deslizándose descontroladas sobre las baldosas del imperfecto suelo de Madrid.
Con un deje de alivio, un suspiro escapó de sus labios al ver que ya no le quedaba más que recorrer cuatro manzanas más, torcer la esquina y caminar otras dos manzanas para llegar a su destino, la casa de su adorado Nico.
Con una breve mirada a su espalda, constató que el demonio había puesto pie o, más bien, garra al suelo y, ahora, sus uñas penetraban el asfalto, generando un ruido terrible que acompañaba cada uno de sus destructores pasos.
Gabriela recordó sus clases de fitness y apretó aún más el paso. Su entrenador confiaba en que aún podía mejorar mucho más su resistencia y su ritmo y ella tenía que confiar en sí misma.
«Quiérete a ti misma y todo irá bien», eso decía todo el mundo últimamente.
Ya a dos manzanas de poder torcer a la derecha y enfilar la calle de Nico, continuó meditando sobre quién podría ser el demonio que la perseguía.
Esperaba sinceramente que el demonio no fuera Belfegor –se dijo a sí misma–, la pereza ya era una característica inherente a su ser y no necesitaba ser tocada por ningún ente demoníaco para hacerla caer en ese pecado.
Con una sonrisa dibujándose en su cara, tuvo que reconocerse que no le importaría que fuera Asmodeo. La lujuria sería una falta que estaría dispuesta a cometer con su amado durante toda esa noche.
Ya solo le quedaba una manzana antes de poder torcer y tomar la calle de su adonis y, justo allí, en ese último edificio, podía ver las luces de la pastelería Antonio iluminando su camino. Eso hizo que el recuerdo de haber merendado allí con su abuela cuando era pequeña la invadiera. Adoraba que Nico viviera tan cerca de tan entrañable memento.
Para entonces, de reojo, pudo avistar que el demonio a su espalda estaba avanzando dando largas zancadas y recortando la distancia entre ellos con demasiada rapidez. Aquello bastó para que el miedo se apoderara de ella.
¡Le faltaba tan poco!
No obstante, lo supo en ese momento. No lograría alcanzar la casa de su amor sin tener que luchar contra el temido ser del averno.
Con un quiebro rápido, optó por la supervivencia y, abriendo de sopetón la puerta de la pastelería Antonio, se coló con la agilidad que mostraba en sus clases de yoga a través de la ranura de la puerta.
Un escalofrío la recorrió cuando sintió los dedos de ser diabólico acariciar un mechón de su cabello justo antes de que la puerta se cerrara tras ella y la luz del local la protegiera de aquel ser maligno.
En su impulso por entrar, sus sandalias resbalaron sobre las baldosas mojadas de falso mármol. Recordando sus clases de pilates, Gabriela fijó su mirada en un punto para no perder el equilibrio, mientras sus pies resbalaban un trecho y se dejaban caer por el escalón que todas esas malditas tiendas que quieren que nos matemos ponen en su entrada.
Con majestuosidad, logró mantenerse en pie y algo en ella le susurró que había visto a modelos de alta costura caerse en la pasarela por menos que eso.
¡Estaba claro que se merecía un aplauso!
Con un paso más, se situó frente al mostrador de Antonio y este la recompensó con una sonrisa radiante.
–¡Anda, Gabriela! ¡Cuánto tiempo! –Antonio la miró con afecto–. ¡Menudo día de perros que hace!
Gabriela sonrió al que había sido su camarero favorito antes de comenzar aquella dieta implacable.
–¡Y que lo digas! –dijo, soplando para quitarse un mechón de pelo que se había pegado en su cara y amenazaba con acabar dentro de su boca.
–¿Qué quieres bonita? ¿Algo para entrar en calor?
–¡Ay! ¡Sí, por favor! Un café, cargadísimo de café, con leche desnatada y sacarina. –Algo en ella se rebeló–. Bueno, mejor con leche entera y azúcar normal, que luego todo me sabe metálico. –Su mirada divagó por el mostrador de la cafetería–. Anda, ponme también una palmera de chocolate. La que tengas con más chocolate, por favor, que estoy teniendo un día muy malo.
Gabriela se sentó y, cuando Antonio dejó ante ella su merienda, respiró profundo y disfrutó del aroma del café recién hecho mientras sostenía entre sus dedos la palmera de chocolate como si de una enamorada se tratase, su boca haciéndose agua.
Aquello le iba a llevar un rato, aquel era un placer que debía ser saboreado con tranquilidad, se dijo con convicción. No todos los días se salta uno la dieta.
Y, al pensar aquello, lo supo.
¡Maldito Behemot, sommelier de los infiernos y cocinero del mismísimo Satanás! ¡Maldito!
Recordó los dedos correosos del ente demoníaco rozando su pelo y cómo la gula misma la había corroído con su contacto.
¡Hoy había sido rozada por el mal, vencida por el mismísimo infierno y sus pecados se abrían ante ella en forma de azúcar!
Con resignación, se dejó inmolar por su tentación y, tras dejar una propina para Antonio –por si aquello rebajaba su penitencia para alcanzar el perdón divino–, se despidió de él y salió del establecimiento para retomar su camino.
En el exterior, las nubes se habían disipado misteriosamente en el cielo y hasta el camino parecía haberse secado ahora que Behemot había conquistado un alma más.
Torció la esquina y recorrió las dos manzanas restantes hasta alcanzar la puerta que tenía un 1234 marcado en ella para tocar el telefonillo del quinto A.
La voz de Nico sonó varonil y absolutamente perfecta a través del interfono y ella contestó con esa misma vehemencia que mostramos todos los españoles cuando alguien pregunta «¿Quién es?» al otro lado de la línea.
–Yo –dijo.
El pensamiento de hasta dónde podrías llegar con un simple «yo» rondó su mente, pero pronto abandonó dicha disertación interna para meterse en un ascensor minúsculo típico de Madrid centro, con sus rejitas incluidas.
De nuevo, se preparó para su nueva maratón de cinco plantas frente al espejo del ascensor y esa luz criminal que descubría todas las arrugas de tu cara. Recolocó su escote, colocó el largo de su minifalda, comprobó que no quedaban restos de chocolate entre sus dientes como prueba de sus debilidades, miró sus pies manchados de a saber qué, con la lengua mojó sus dedos y trató de eliminar los restos de máscara de pestañas en torno a sus ojos con tal de no parecer un panda mojado, mesó su cabello y... en definitiva, trató mejorar lo presente.
Al llegar al quinto, el despampanante Nico abrió la puerta botella de vino en mano y un inmaculado aspecto.
Gabriela contuvo la respiración, buscando en sus ojos la desaprobación por el ejemplar femenino defectuoso que se había situado frente a su puerta. Sin embargo, Nico se limitó a soltar una pequeña risita.
–¡Madre mía! ¡Te ha pillado todo el chaparrón! –Nico se apartó de la puerta, dejándole espacio para entrar–. Podrías haberme llamado y te hubiera ido a buscar con un paraguas –dijo, cerrando la puerta tras ellos.
Gabriela quería decir algo, pero la mirada de Nico no estaba bien. Si las ascuas que el demonio tenía por ojos le habían parecido grandes piras de fuego, las de Nico no distaban mucho en su calor.
Nico volvió a reírse suavemente.
–¿Sabes que con la camiseta mojada se te transparenta todo y estás terriblemente sexy? –Nico se inclinó para besarla en los labios de una forma un tanto pasional–. Anda, dejaremos el vino y la cena para después. Ahora, voy a quitarte toda esa ropa mojada. –La besó de nuevo.
Algo en Gabriela le decía que, quizá, Nico no solo quería quitarle la ropa y puede que la cena tuviera que esperar un buen rato. También, otro algo le decía que Nico seguramente tenía miopía y la abandonaría en cuanto se operara de la vista.
En fin, ella no era quien para resistirse, pero se prometió a sí misma, mientras se dejaba arrastrar a la habitación, que, pasara lo que pasara, lo de hoy había sido una excepción y de ahí en adelante cumpliría con su dieta.
¡Behemot no volvería a ganarla! ¡Ni siquiera, aunque el mismísimo Belcebú, Señor de las Moscas, la atrajera al pecado, se dejaría llevar a la gula nunca más!
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