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La masacre de los despertadores

 

Era el martes de después de Semana Santa y la oficina se sentía solitaria, dejada y abandonada. Las plantas lucían mustias, deseando reencontrarse con empleados ansiosos por encontrar excusas con las que no mirar sus pantallas. Esos empleados que estaban siempre agradecidos por poder revisar cada una de sus hojas y buscar agua fresca para ellas en fuentes que parecían tan lejanas como un oasis en el desierto, tal era el ingente tiempo que tardaban en saludar a Isabel y Ana en el camino al preciado grifo.

Sin embargo, por mucho que en esa oficina de la zona norte se abrieran las ventanas, se subieran las persianas y se golpeara el teclado, las sombras y el silencio no terminaban de disiparse.

Con cierta sospecha, M., una de las empleadas, comenzó a abrir las puertas de los despachos, a rebuscar en los armarios y dentro de las cajas de papeles archivados. 

Decidida a encontrar respuestas los silencios que encontraba, dejó que sus tacones repiquetearan sobre las baldosas mientras se adentraba en los baños, abriendo las portezuelas para comprobar que nadie se escondía allí.

Al volver a su propio cubículo, decepcionada con sus pesquisas, pero convencida de que algo no encajaba en aquel centro de trabajo, sacó los clips de su recipiente, buscando con determinación en su interior. Hasta llegó incluso a caminar todo el extenso pasillo hasta el final de aquella planta, con tal de abrir los cajones de la impresora y rebuscar entre los folios de tamaño A3, esos que nunca nadie usaba.

Finalizada su exhaustiva investigación, la empleada alcanzó una conclusión firme. Era definitivo, allí no había nada digno de mención. Tan solo faltaban dos miembros de la oficina, Juan y Mario, y no era extraño que alguien hubiera extendido un día más sus vacaciones.

Una vez averiguadas las causas de su inquietud, M. se refugió de nuevo en su despacho y comenzó su lento teclear.

Un día después, tal y como había sospechado, el cálido pasillo de la oficina recibió a M. con nuevos ruidos que disipaban las sombras del día anterior. Bastó que se asomara al despacho de Juan para poder apreciar el leve trasiego de un hombre ensimismado en el lento acunar de una planta, algo que la llenó de calma.

No fue hasta tres días después cuando fue consciente de que una sombra se empecinaba en prosperar en el despacho de Mario. Fue entonces cuando supo que realmente algo no estaba bien.

Llegó a pasar una semana hasta que lo encontraron en su casa. Mario yacía en el suelo, inerte, con un paraguas asido aún entre sus dedos y rodeado de centenares de restos de piezas de ingeniería.

En el informe policial se describía su muerte como el resultado de la lucha heroica de un hombre contra un ejército de máquinas. Tres especialistas –un forense, un inspector de aduanas y un experto relojero– analizaron la escena del crimen y estudiaron al único ejemplar aún vivo de aquellos seres hechos de engranajes, que aún chillaba entre los restos de los de su especie

Tras horas de deliberación, se dictaminó la causa de la muerte: el joven Mario sufrió un infarto de miocardio al tratar de apagar las decenas de despertadores defectuosos que había comprado impulsivamente en el Todo a 100 de debajo de su casa.

Ahora, una plaquita en su tumba honra su acto heroico con el siguiente mensaje: «Mario, valiente, prefirió morir antes que dormirse y llegar tarde al trabajo una vez más».


Nº Registro Safe Creative: 2204261000603

Escrito el 19/04/2022

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