Primero, fue el celador de la quinta planta el que dio la voz de alarma ante aquella descarada. Una paloma del tres al cuarto campaba por los pasillos del hospital, seguramente, con la intención de robar las miguitas de pan que se les caían a los pacientes. Con un par de escobas y paciencia, mucha paciencia, consiguieron convencerla de que se había equivocado de lugar y tenía que volar a través de la ventana abierta de la sala de ordenadores.
Apenas tres días después, fue la mujer de la limpieza de la planta cuarta la que blasfemó al encontrársela haciendo sus cosas sobre el suelo recién fregado de la habitación 411. Tras gritar al cielo, la limpiadora agradeció que, por fortuna, ese día la habitación careciera de ocupante. Sin dudarlo, avisó a la enfermera de guardia y entre ambas, blandiendo una bandeja y una bata a modo de protección, consiguieron acecharla hasta que la paloma huyó por el hueco de la escalera.
Fue al quinto día cuando el médico residente Javier Pérez se la encontró en su ronda. La paloma se había colado en la habitación número 403, la del paciente Alberto García, y se había posado sobre el apoyabrazos de la silla del acompañante. Distraído por esa nueva presencia, el médico elaboró su informe sobre la situación: Alberto García, de ochenta y seis años, llevaba meses luchando contra un cáncer de páncreas y su evolución no estaba siendo buena. Tras una inspección más exhaustiva, el doctor también emitió un informe para su acompañante, la paloma. A ella, por su parte, se la veía joven y sana, no se apreciaban indicios de falta de hidratación o desnutrición, más bien, podría decirse que tenía algo de sobrepeso.
Fue ese último hecho el que propició que, a pesar de que había algo obvio en esa habitación (que el paciente Alberto García no había recibido ninguna visita desde que había ingresado hacía cinco días y que la paloma no estorbaba a nadie ocupando aquel apoyabrazos), el médico otorgara el alta médica a la pequeña ave. Animado por el hecho de tener todo el papeleo en regla, el médico Javier Pérez agitó el estetoscopio frente a aquel ser alado, invitándolo a marcharse volando a través de la ventana abierta de la habitación.
Pasaron siete días hasta que la enfermera de planta entró en la habitación 403 para encontrar a Alberto García enroscado entre sus sábanas con la paloma acurrucada a su lado. Por una extraña razón, se emocionó sin saber por qué por aquel hombre que no tenía nada más que una paloma que lo quisiera. Ablandado su corazón, dejó unas miguitas de pan y un vasito de agua sobre la mesita auxiliar y, fingiendo no haber visto nada, los dejó a solas disfrutando de su mutua compañía.
Fue esa misma enfermera la que, tres días después, sintió un mal presagio al entrar a controlar la tensión sanguínea de Alberto García y ver que la paloma ya no estaba por allí. Abrumada por su marcha, corrió a medir el pulso al paciente y, tras varios intentos, no pudo sino confirmar al doctor Pérez que el paciente de la habitación 403 había volado al cielo de la mano de una paloma obesa de color gris.
Casi un día después pudieron al fin conocer a uno de los hijos de Alberto García, que se personó en la planta del hospital para recoger los efectos personales del «viejo insoportable».
Fue él quien les contó que, en los últimos tiempos, Alberto caminaba todas las tardes solitario portando una bolsa llena de migas de pan hasta un parque cercano al hospital y, allí, rodeado de sus únicas amigas, un grupo de palomas, dejaba pasar el tiempo que le quedaba.
Nº Registro Safe Creative: 2204261000603
Escrito el 22/04/2022
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