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Némesis

Anna se recogió el pelo en una coleta con rapidez. El canto de las sirenas antimisiles resonaba a través de los cristales de su hogar, anunciando el comienzo del fin de sus vidas.

Con su labio retorcido en un gesto de desasosiego, Anna tomó una bolsa de lona y comenzó a llenarla con las escasas reservas de comida que había siempre en la casa de una mujer soltera y trabajadora.

En el interior de su mente se excusó a sí misma por no estar preparada para aquello, mientras se repetía a sí misma una y otra vez que la amenaza de la guerra nunca había sido plausible. Haciendo un esfuerzo mental, trató de recordar cómo había escalado la tensión sin preaviso en los últimos días. En realidad, lo recordaba todo tan rápido que explicaba así el porqué de que ella no tuviera apenas nada en su despensa en ese momento.

Disgustada, abrió una a una las puertas de las estanterías de su inmaculada cocina blanca y extrajo de ellas medio paquete de pasta italiana, algo menos de un cuarto de envase de arroz, tres sobres de sopa instantánea de pollo, o lo que fuera que le echaran que parecía pollo, y un paquete de pan integral duro que depositó en la bolsa.

El posterior registro de su frigorífico no aportó mucho más: un par de yogures Bio y una manzana que había sido olvidada por ella en los días anteriores.

Anna se encogió de hombros. La empresa en la que trabajaba, una farmacéutica de gran prestigio, le entregaba mensualmente una cantidad desmesurada de Tickets Restaurant y hacía años que había abandonado toda tentativa de cocinar para convertirse en una usuaria fija más de una conocida aplicación web que distribuía comida y se la entregaba caliente y perfectamente envasada en su propia puerta.

Con practicidad, Anna se cargó al hombro las escasas reservas de comida que había logrado acumular en aquella bolsa y llenó la botella que usaba para ir al gimnasio de agua. Después, salió por la puerta de su casa, cerrando tras de sí, y bajó las tres plantas que la separaban de la calle.

En el exterior de aquel moderno edificio de viviendas, una brisa fría recorría sutil las callejuelas desérticas de la ciudad y eso hizo que se recriminara su tardanza. Con toda seguridad, el resto de los habitantes de la zona ya se encontraban a cubierto y, por eso, lo único que quedaba en esos pasajes era la presencia del miedo contenido que había ido dejado la gente en su camino al búnker más cercano en el que guarecerse.

Anna caminó con paso rápido, siguiendo aquella extraña estela que los otros ciudadanos habían dejado, y recorrió en apenas unos minutos el techo que la separaba del refugio más cercano a su hogar. Este, por fortuna, solo se encontraba a tres manzanas de su edificio, en el Centro Comercial Estrella Polar, que se situaba a apenas unos metros del gimnasio en el que Anna pasaba habitualmente el escaso tiempo libre que su profesión, visitadora médica, le permitía tener. Por alguna extraña razón, el mero hecho de recorrer un camino conocido era algo que la hacía sentirse más calmada en esos momentos de incertidumbre.

Nada más llegar a las puertas del centro comercial, sus dedos tocaron nerviosos el timbre y un rostro desconocido le abrió la puerta. Siguiendo las indicaciones de aquel hombre de mediana edad, Anna descendió los escalones que la separaban de la entrada del bunker y, al entrar a él, fue consciente de su tardanza. A esas alturas, el refugio estaba ya ocupado por un buen número de personas y se escuchaba en su interior el incesante parloteo que caracteriza a los humanos cuando se encuentran con alguien conocido.

Es más, bastó que Anna echara una breve mirada a su alrededor para que le fuera mostrada su estratégica situación en la guerra. Estaba a dos plantas bajo tierra, rodeada de muros de hormigón y protegida de cualquier daño por una pesada puerta de metal. Allí, tendría que sobrevivir a las pesadillas que estuvieran por llegar junto con aquella gente. Así pues, examinó detenidamente a sus acompañantes en busca de información útil sobre ellos y fue acumulándola en su mente como si fueran los bullets points de una de las típicas presentaciones de Power Point que hacía en la oficina:

  • Además del hombre que le había abierto la puerta, estaban también allí la mujer del carnicero, su hija, que se abrazaba temerosa con fuerza a un peluche, y el mismísimo carnicero.
    Bien, alguien que sabía usar un cuchillo y no se desmayaba al ver una gota de sangre.

  • En uno de los rincones del búnker se sentaba un guapo desconocido.
    Eso no estaba mal. Si, después de todo, tuvieran que repoblar su país, ella se ofrecía ello.

  • Una chica que parecía ser la novia del guapo desconocido se sentaba junto a él.
    ¡Horror! ¡No tenía ganas de ver cómo otros se entretenían haciendo piruetas para repoblar el país!

  • Un hombre mayor de pelo canoso parecía mirar al infinito cuando, en realidad, miraba hacia el espacio que se creaba en mitad de aquella estancia.
    Esperaba que tuviera habilidades ocultas y supiera cazar o algo por el estilo.

  • Cerca del canoso, un hombre de mediana edad y de cierto peso, que Anna sospechaba comería por dos, estaba acompañado de una mujer de pelo corto y cara adusta.
    ¡Mierda, no había traído suficiente comida! ¡Morirían de hambre!

  • En otro de los rincones, un hombre en la treintena abrazaba una petaca que, sin lugar a duda, contenía alcohol.
    ¡Estupendo! ¡Alguien había empezado la fiesta sin ellos!

  • Junto al alcohólico, dos niños de unos siete u ocho años se abrazaban entre ellos.
    Anna esperaba que fueran de alguno de los presentes, a ser posible de alguien que no estuviera emborrándose en ese momento –no quería señalar a nadie –, y que sus padres no se estuvieran escaqueando de cuidarlos como siempre hacían esos modernos padres amigos de la libertad infinita de sus hijos o como traducía ella esa tendencia: “que mi hijo haga lo que quiera mientras seas tú quien lo aguante”.

  • Junto a los niños, el musculoso profesor de fitness de su gimnasio se sentaba con la espalda recta y unos brazos perfectamente delineados.
    ¡Por fin una buena noticia! ¡Si pasaban mucho tiempo allí encerrados, al menos él los organizaría para tonificarlos y que salieran de esta situación con los abdominales marcados!

  • A un lado de su adorado monitor del gimnasio, se sentaban la vecina cotilla de su edificio, Zorya, y su marido, Olev y –¡desgracia! junto a ellos estaba el único hueco que quedaba libre para sentarse.
    ¡Mierda! ¡Su futuro se iba a la mierda!

  • Por último, justo al otro lado de ese hueco vacante se sentaba una pareja de amantes a los que también conocía porque eran, al igual que ella, usuarios del gimnasio cercano al búnker. De hecho, hasta tenía un apodo para ellos: Murmuradora y Jilguero.
    ¡Mierda, mierda, mierda! ¡Ahora sí que todo se iba a la mierda!

Anna observó con detenimiento a Murmuradora y a Jilguero, esperando que, como cada vez que se encontraba con ellos en las salas del gimnasio, el espectáculo diera comienzo en cualquier momento, pero Zorya, la cotilla de su vecina, llamó su atención nada más sentarse a su lado.

–¿Has venido sola hasta aquí? ¡Podrías habérnoslo dicho y mi esposo y yo te hubiéramos acompañado! –Su vecina chasqueó esos labios gruesos de dromedario que tenía con desagrado–. Podría haberte ocurrido algo malo.

En ese momento, la mujer de cara adusta que acompañaba al señor gordito se puso a rezar a media voz. Cerca de ella, los niños se abrazaron, atemorizados por el nerviosismo que sentían a su alrededor. A unos pasos de los niños, la mujer del carnicero comenzó a lamentarse:

–¡Vamos a morir! ¡Vamos a morir! –Su voz salía entre sollozos.

–Ya sé que las mujeres de hoy en día creéis que no os hace falta un hombre en la vida –continuó Zorya, implacable, cerca de ella–. Lo sé porque hace al menos dos años que no veo a ningún chico entrar en tu casa.

¿Cómo sabía esa mujer desde cuándo no tenía novio?

–Algo que no me extraña –continuó Zorya–, porque las mujeres modernas os enfrascáis tanto en el trabajo que os volvéis unas amargadas solteronas –le soltó sin piedad alguna esa irritante mujer–. En definitiva, lo dicho: que no te de vergüenza si tienes que pedir ayuda alguna vez, nadie te va a recriminar necesites a los demás de vez en cuando.

Anna trató de buscar una respuesta ingeniosa a ese ataque sin precedentes, pero se vio interrumpida por el canto de un jilguero.

¡Ya estaba! ¡Ya había comenzado!

Como si fuera inevitable, Murmuradora y Jilguero comenzaron con su ritual de apareamiento. Anna no sabía cómo, pero, fuera como fuera, Jilguero, un chico de unos veintipocos años, medianamente tonificado y agradable a la vista, no soportaba el silencio. Cada vez que este se hacía, el muchacho sentía la necesidad de ocuparlo silbando cual bestia alada. De ahí el mote que le había puesto Anna.

Lo peor era que, para evitar que Jilguero se desgastara en exceso en su tarea de torturar a los demás con semejante concierto de sonidos, su pareja, una muchachita rubia y menuda de su misma edad, parecía haber adquirido la inquietante habilidad de hablar constantemente en murmullos a su alrededor, calmándolo hasta que se le acababa lo que decir. Era así como, cuando a murmuradora se le agotaban las palabras, los gorgoritos volvían a surcar el aire.

Silencio, el cantó de un ave, murmullos, silbidos, murmullos, gorgoritos, susurros, silencio, y vuelta a empezar.

Anna observó nerviosa durante un momento a Murmuradora y Jilguero para mirar después, aún más nerviosa, hacia la puerta blindada que le impedía escapar de allí.

–Por ejemplo. –Zorya reclamó de nuevo su atención–. Si necesitas que mi marido te cambie una bombilla, a él no le importa en absoluto tener que ir a tu casa y cambiártela en un momento. No hace falta que llames a un técnico como hiciste hace tres meses. Me parece estúpido pagar dinero para tan poca cosa.

Anna observó a Zorya con las pupilas dilatadas en la semipenumbra que los rodeaba.

–Yo –dijo–. Bueno, yo solo pedí una vez que viniera un técnico de reparaciones a cambiar una bombilla y fue porque tenía el tobillo roto. –¿Cómo sabía esa mujer que el técnico había venido a cambiarle la bombilla si había cerrado la puerta cuidadosamente antes de decirle tan siquiera a lo que venía?–. De todas formas, no creo que sea el momento de hablar de estas cosas. Están sonando las sirenas antimisiles.

Sirenas, el canto de un jilguero, murmullos.

Anna fijó aún más su atención en los sonidos que sus acompañantes destilaban a su alrededor.

Sirenas. El canto de un jilguero. Murmullos. María, llena eres de gracia... Vamos a morir. Murmullos. El canto de un jilguero. Bendita tú eres entre todas las mujeres... Nos vamos a quedar sin comida. Sirenas. El canto de un ave. Nos violarán. Ruega por nosotros, pecadores... Murmullos. El canto de un jilguero.

–Bueno, entiendo que no quieras hablar de estas cosas. –Zorya arrugó la nariz–. Ya nos contó tu exnovio, Luka, que era imposible hablar contigo sobre nada personal, que hacías de cualquier pequeña cosa un mundo y que lo único que te importaba era tu carrera profesional. Supongo que lo único que quieres es que te dejen en paz.

Anna observó horrorizada a esa maldita chismosa.

¿Cómo que Luka les había contado qué? ¿Cómo sabía esa mujer sus intimidades?

–El pobre nos dijo que ya ni salíais a cenar ni teníais sexo. –El marido de Zorya intervino en la conversación con suficiencia–. Se lamentó de que todo lo que quisieras fuera trabajar hasta tarde y comer comida basura mientras veíais una serie.

–¡Bah! ¡Esas cosas deterioran mucho las relaciones! –Esta vez fue el monitor de fitness de su gimnasio, del que no recordaba ni su nombre, el que hurgó con su dedo en sus heridas–. Yo lo dejé con mi pareja por algo así. Me cansé de que no prestara atención a nada de lo que yo le decía.

Anna miró a ese saco de músculos sin cerebro con cara de traición. ¡Y a él qué le iban y le venían sus problemas! Además, ¿quién estaba interesada en escuchar a un hombre hablar interminablemente de sus bíceps? ¡No era culpa suya que su novia no escuchara sus balbuceos!

–Los hombres son así. –Zorya se encogió de hombros, la muy harpía–. Hay que cuidarlos para que se queden contigo. Es por eso por lo que mi Olev no me ha dejado nunca, porque nadie cocina como yo.

Anna miró a su alrededor, hacia todas esas caras vueltas hacia ella que la juzgaban y querían resarcirse de sus tristes vidas destripando la suya. Como banda sonora de aquella escena, el canto de un jilguero perforaba sus oídos. Fue entonces cuando Anna, sin pensárselo dos veces, se lanzó contra la puerta y forzó el mecanismo de su apertura para salir de ella como alma que lleva el diablo.

Atrás dejó un momentáneo silencio que se rompió instantes después con el canto de un jilguero.

Susurros. Es que el sexo es importante para la pareja. Pobrecilla, lleva tiempo sin un hombre y por eso está tan amargada. Padre nuestro, que estás en los Cielos... Vamos a morir. Primero nos violarán y luego nos matarán. El canto de un jilguero.

Anna subió las escaleras de dos en dos con rapidez en su afán por huir de aquel lugar infesto.

¡Literalmente, prefiero morir que estar aquí encerrada con esta… gentuza!, se dijo a sí misma al abandonar el refugio que le ofrecía el centro comercial.

En el exterior, las sirenas antimisiles le dieron la bienvenida, aullando en el cielo. Mientras, ella caminaba por el empedrado en dirección a su casa.

La reportera se arregló el cabello y se colocó frente a la cámara para dar comienzo al discurso que había preparado:

–Después de una noche de intensos bombardeos en la ciudad de Prewten, los ciudadanos de la nación podemos dar por comenzada la guerra. Ayer, a las 10:24 horas de la noche, las sirenas antimisiles alertaban a la población sobre la necesidad de guarecerse en los refugios de la ciudad. Aquí, en la calle Sendero Alto, podemos ver la devastadora acción del primer misil que logró traspasar la defensa aérea. El proyectil alcanzó de lleno el edificio del Centro Comercial Estrella Polar. Por fortuna, solo hay que lamentar una víctima, Anna G.,  ya que, tras realizar las tareas de desescombro, se ha logrado encontrar y rescatar con vida a las diecisiete personas que se refugiaban en el búnker del edificio. Fuentes cercanas a la única víctima mortal del ataque nos han relatado que esta se encontraba con ellos en el búnker apenas unos segundos antes del impacto. La mujer, al parecer, abandonó el lugar por voluntad propia y sin motivo alguno.

La periodista se giró y extendió el micrófono hacia una encantadora pareja de mediana-avanzada edad que los miraba a través de la cámara con un extraño aire de tristeza.

–Zorya y Olev V. han sido vecinos y amigos íntimos de la víctima durante los últimos años –continuó con práctica la reportera–. ¿Qué es lo que creen ustedes que llevó a Anna a cometer la imprudencia de salir del refugio?

–Pues, la verdad, es inexplicable. –La voz de Zorya se recogió con perfecta claridad a través del micrófono–. Estábamos pasando un momento tremendamente agradable juntos, a pesar del miedo y los nervios, cuando se levantó y salió corriendo como si hubiera recordado repentinamente algo. Poco después oímos el impacto y el suelo tembló. –Los ojos de Zorya parecieron llenarse de lágrimas–. La muchacha lo había pasado mal en los últimos tiempos –confesó, mirando a cámara para que todo el país conociera los problemas a los que se había enfrentado Anna–. El novio la dejó porque se aburría con ella y ella se refugió en su trabajo. No sé lo que se le pasó por la cabeza en ese momento, quizá recordó que no había apagado el ordenador o no había enviado un informe que le había pedido urgentemente su jefe. Nosotros, lo único que sabemos es que salió corriendo sin decirnos adiós, ni siquiera tuvimos la oportunidad de detenerla. –Zorya dejó escapar un suspiro afligido–. ¡La culpa la tienen esas empresas americanas que hacen que los jóvenes se obsesionen con el trabajo y olviden de qué trata la vida!

–¡Pobrecita! –se lamentó la reportera, sintiéndose algo incómoda porque apenas había pasado un par de horas en su casa con su familia en los últimos tres días, tan frenéticos habían sido las jornadas previas a la guerra para los informadores–. Espero que no haya dejado hijos atrás –dijo, conmovida y prometiéndose pasar más tiempo con sus propios hijos.

–No, lamentablemente no. –Zorya se mordió su grueso labio con un gesto dramático–. Hacía tiempo que no se dejaba querer por nadie. Estaba completamente sola, salvo por mi marido y yo, claro.

–Con estas tristes noticias, nos despedimos por hoy. –La corresponsal se despidió mirando a cámara con un aire abatido.

Ya fuera de conexión, la periodista no dudó en abrazar a ese par de seres humanos que tenía frente a ella y que parecían estar tan afligidos por la pérdida de su vecina. A su alrededor, el canto de un ave, un jilguero al parecer, resonaba en el ambiente, trayendo algo de calma a su espíritu. Era de todos sabido que las aves solo cantaban cuando el peligro ya había pasado.


Escrito el 27/02/2023

Nº Registro Safe Creative: 2302273640579

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