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Prólogo de Combates de Fuego y Noche, Libro II de la saga La Estrella del Norte

 

~La Hoja que Cae Mal del Árbol~


 Año 14 de la Era de Luz.

 

Ast fijó su mirada en ella sin expresar emoción alguna, cada parte de su cuerpo perfectamente alineada y rígida en su posición.

—¿Por qué yo no puedo ir a la escuela como los demás? —se quejó el niño.

Anaïs observó detenidamente a aquel ser, al que quería como a su hermano pequeño, aunque, en realidad, era su primo. Con dificultad, trató de buscar una forma de explicárselo con palabras, pero no encontró ninguna. Sin saber qué más hacer, golpeó con todas sus fuerzas el hombro del niño con su puño.

En respuesta a su agresión, el cuerpo de Ast no se balanceó. Es más, su hombro no se desplazó ni lo más mínimo, la cara del niño no expresó nada y sus ojos no parpadearon. Lo único que Anaïs llegó a apreciar en él fue un leve cambio en la trayectoria de su mirada al seguir el curso de su mano. Eso hizo que algo en ella se preguntara si, acompañando a ese sutil movimiento de sus ojos gris pálido, Ast habría estado calculando si le merecía la pena hacer algo al respecto de ese puño que se acercaba hacia él para golpearlo como una mosca se golpea contra un muro de piedra.

Con el deje de una sonrisa, Anaïs se dijo a sí misma que, de ser así, con toda seguridad este había descartado realizar acción alguna para defenderse de tan insignificante ataque.

—¡Por eso! —le gritó.

Ast inclinó la cabeza hacia un lado, como hacía siempre que trataba de entender algo, y Anaïs buscó una forma de expresar la idea con palabras.

—¿Sabéis cómo caen las hojas de los árboles? —le preguntó.

—¿Qué tipo de hoja? —indagó Ast, curioso como siempre con los tipos de cosas que había en ese mundo.

Anaïs se desesperó un poco, pero sabía que era mejor explicárselo a su manera. Así pues, mientras buscaba las palabras exactas para expresar algo tan complejo, trató de ganar algo de tiempo y se giró con la intención de limpiar la mesa del comedor de sus deberes de la escuela, de forma que pudieran usarla para cenar. A unos pocos pasos de ellos, Ishabbo, la madre de Ast, cocinaba algo sin prestarles atención, sumida en sus propios pensamientos.

Tras unos instantes, cuando creyó por fin tener una forma de hacerle entender el concepto, Anaïs volvió a dirigirse a Ast:

—Una normal. —La niña dejó escapar un suspiro, esperando que ambos se entendieran—. No una de esas afiladas, sino una de las que son planas y anchas.

Ast levantó su brazo y colocó la palma de su mano horizontal al suelo por delante de su pecho. Después, la hizo oscilar bajando lenta y rítmicamente hacia abajo. Anaïs no pudo sino sonreír al ver su gesto, sabiendo que por fin tenía algo con lo que trabajar la idea con él.

—En efecto, así es como cae una hoja al suelo. En vuestro caso, si vos fuerais una hoja, caeríais de esta forma. —Anaïs repitió el gesto de Ast, pero, en vez de usar una cadencia lenta y rítmica, movió su mano alternando movimientos rápidos y lentos—.  Caéis mal al suelo —dijo con sencillez.

—¿Qué es lo que he hecho mal? —esta vez, Ast estaba lleno de curiosidad.

—Cuando os he pegado, no habéis hecho nada de lo que debierais haber hecho. Un humano se habría quejado, le habría dolido, habría retrasado su hombro o su cuerpo para protegerse o, simplemente, el impulso del golpe habría movido ligeramente su cuerpo hacía atrás. Eso, sin mencionar que habría cambiado su mirada, su expresión. Más allá, a cualquier chico le había sorprendido que una niña se atreviera a pegarle. —Anaïs torció el gesto, eran demasiadas las cosas las que estaban mal—. Mirad Ast, los humanos viven en pequeños grupos y se protegen entre ellos. Si alguno de los miembros del grupo es distinto en algo, aunque sea algo tan pequeño que ni siquiera ellos sepan bien en qué, lo expulsan. Así es como se defienden: echando a los enfermos, a los tullidos, a los extraños, a aquellos que no se comportan como ellos. Los intrusos son eliminados para que el grupo se sienta seguro.

Anaïs observó las facciones marmóreas de Ast. El niño no mostraba ninguna señal de estar siguiendo su razonamiento, pero ella sabía que la escuchaba atento, de forma que continuó explicándole cómo veía las cosas.

—Al principio, los humanos no ven por qué caéis mal del árbol, pero, de forma inconsciente, saben que hay algo que no es como debiera ser. —Anaïs respiró profundo—. Luego, fijan sus miradas en vos y se dan cuenta de que, en efecto, no caéis bien. Es en ese momento cuando tenemos que dejar todo atrás, buscar un nuevo lugar donde vivir y empezar de cero. Por eso no vais a la escuela conmigo, porque no podemos estar cambiando todo el tiempo de casa y de aldea.

Anaïs se giró para acercarse a las tablas que hacían las veces de alacena en aquella destartalada estancia y tomó dos platos. Al dejarlos sobre la mesa del comedor, observó que Ast seguía exactamente en la misma postura, su mirada fija en ella.

Dándose por vencida, la niña se encogió de hombros y se giró para buscar los cubiertos. Al menos, ella había intentado explicárselo. Nada más girarse, no obstante, Ast se movió con una rapidez inhumana y se interpuso en su camino. Con el puño, la golpeó en el hombro con bastante más fuerza de la debida.

Anaïs gritó de dolor.

—¡Ah! ¿Por qué habéis hecho eso? —Una lágrima quería escapar de su ojo derecho.

Ast la observó, inexpresivo.

—¡Pegadme otra vez! —pidió el niño.

Anaïs dejó escapar un suspiro exasperado y pegó por segunda vez a Ast en el hombro, tal y como él le pedía. En esa ocasión, lo hizo casi todo bien: su cuerpo fluctuó, su expresión cambió, su mirada reflejó traición y una pequeña lágrima estuvo a punto de salir de su ojo derecho.

—¡Yo no he puesto esa mirada absurda! —refunfuñó Anaïs, mientras tomaba los cubiertos de la vasija de barro en la que normalmente los dejaban secar. Frente a los fogones, una nerviosa Ishabbo había girado la cabeza para vigilarlos—. Por el resto, estaría todo muy bien, pero igualmente no os sirve. Está mal. Olvidadlo. No podéis reaccionar así.

Ast volvió a inclinar la cabeza hacia un lado, señal de que no entendía su razonamiento.

—¿Por qué? Os he imitado bien —dijo con naturalidad, seguro de sí mismo.

—¡Sí, me habéis imitado bien, pero esa sería la reacción que tendría una niña y vos sois un niño! —Anaïs dejó caer la evidencia—. Que un niño reaccione como una niña es una hoja cayendo mal de un árbol, una que va a recibir una atención especial. —A los chicos que se comportaban como chicas los otros niños los perseguían para darles palizas.

—¿Cómo habría reaccionado un niño? —preguntó Ast, su curiosidad desbordándose.

Anaïs dejó los cubiertos sobre la mesa y se volvió entonces para buscar las servilletas de tela y algo de pan.

—A un niño, si le pegan, devuelve el golpe fingiendo que no le duele. —Anaïs arrugó la nariz al pensar en los estúpidos muchachos de su escuela.

Mientras procesaba información, Ast inclinó una vez más su cabeza.

—No entiendo. —Ast no encontraba lógica alguna en aquel comportamiento—. Si un niño os pegara y vos fuerais un niño, ¿le tendríais que devolver el golpe en respuesta?

Anaïs asintió en su dirección y Ast volvió a permanecer durante unos instantes en silencio.

—Anaïs, tengo una duda —musitó Ast, ligeramente frustrado—: si un niño os pegara y vos fuerais un niño y le pegarais a él en respuesta, ¿no tendría él que pegaros de nuevo cuando vos le peguéis si no quiere parecer una niña?

Anaïs sonrió con amplitud. En ocasiones, Ast parecía un ser sacado de otro mundo, pero, otras veces, tenía una agilidad asombrosa para entender las reglas que regían las cosas.

—En efecto, a eso se le llama pelea. A los chicos de mi escuela les encanta practicarla.

Ast inclinó su cabeza de nuevo mientras pensaba sobre aquello.

—¿Cuándo se acaba una pelea? —preguntó, intrigado esta vez —. Si los dos tienen que pegar al otro cuando les pegan, esa es una situación que parece no tener fin.

Anaïs dejó escapar una carcajada.

—¡Oh, Ast! ¡Las peleas se acaban cuando uno de ellos se cansa o se rinde porque está malherido! —le explicó —. En el peor de los casos, la pelea no se detiene a tiempo y alguno acaba muerto o inconsciente.

En ese momento, la voz de Ishabbo los interrumpió, atronadora.

—¡O cuando los padres de uno o el otro niño aparecen y les agarran de las orejas para llevarlos al orden! —Ishabbo tiró a Anaïs y Ast de sus respetivas orejas—. ¡Os parece bonito, Anaïs! ¿Estabais enseñándole a Astar lo que es una pelea? —Ishabbo los dejó ir a ambos de malas maneras.

Anaïs observó instintivamente las facciones de Ast. No importaba que su expresión apenas dejara algo entrever, por mucho que a él no le doliera el tirón de orejas como a ella, la niña sabía que a Ishabbo sí que la sentía. Si mirabas bien, muy en el fondo de esos ojos de color gris velado podías ver el dolor de Ast por no ser amado por su madre reflejarse en su mirada.

Ishabbo cargó contra él sin piedad.

—¡Olvidad todo lo que os ha dicho Anaïs! ¡Nunca en vuestra vida pondréis vuestras manos sobre un ser humano! Vuestro padre dijo que los nocturnos no podíais hacer daño a criatura alguna, que ese es vuestro mandato. —La voz de Ishabbo sonó ahogada, los recuerdos agolpándose en su mente—. Si alguno de ellos tratara de haceros daño, os dejaréis golpear. —Ishabbo necesitaba que Astar entendiera que él era diferente a todos los demás seres de ese mundo—. ¿Me habéis oído? ¡Vos no podéis jugar a fingir ser un humano! ¡Podéis perder el control de vuestra magia en cualquier momento y ni siquiera sabéis la fuerza con la que hay que pegar para no herir demasiado! —Ishabbo gimió y cambió su tono a uno más conciliador—. Además, vos no sentís dolor y no os importa que os peguen, ¿verdad?

Tras ese discurso, Ishabbo se dejó caer sobre una de las sillas que rodeaban la mesa del comedor y se tocó con nerviosismo su cabello salpicado de mechones blancos. Después, continuó aleccionando a su hijo.

—Astar, sé que queréis ir a la escuela y salir de esta casucha, pero yo no puedo seguir así —se lamentó la mujer —. No puedo cambiar de trabajo cada mes, apenas me da tiempo a ahorrar algo de dinero y cada vez somos más pobres. —Ishabbo sintió cómo sus hombros se hundían un poco más de lo habitual—. Mirad a vuestro alrededor, ya no nos queda nada.

Ast asintió en dirección a su madre.

—No saldré de la casa de día y no dejaré que los humanos me vean, os lo prometo.

El pequeño espacio que era esa choza contestó a Ast con silencio.

—Anaïs, la cena ya está lista —susurró Ishabbo, evitando mirar a su hijo.

Con un gesto de abatimiento, Ast dio media vuelta y salió por la puerta. Al verlo alejarse, Ishabbo lo siguió con la mirada, una mirada llena de preocupaciones. A esas horas, en el exterior de ese hogar temporal que habitaban, el anochecer había comenzado a llenar el paisaje de unas densas sombras, que se alargaron para atrapar a su hijo entre sus garras y darle la bienvenida hasta que su contorno se fundió con ellas.

Con sus ojos aún desenfocados, Ishabbo se dirigió a Anaïs:

—Anaïs, sé que lo amáis y deseáis lo mejor para él, pero necesito que paréis. Astar no puede mezclarse con los humanos. Si lo animáis a ello, haréis que el emperador fije su mirada en nosotros y nos destruya.

Anaïs observó a esa mujer que tiempo atrás había sido una princesa shasha y una reina en el norte. Ya no quedaba en Ishabbo nada de su antiguo esplendor: su magia, su belleza y su vida escapaban lentamente de ella, alimentada como estaba únicamente por la tristeza de la pérdida de su amado y el miedo a su propio hijo.

—Así haré, Ishabbo. —Cuando estaba en desacuerdo con ella, Anaïs la llamaba por su nombre para recordarle que ella no era su hija, sino la de Albai, su gemela—. No es mi deseo que el emperador nos capture —la niña aprovechó el momento para dejar escapar su dolor —, sería terrible para mí conocer a mi propio padre.

Como si hubiera recibido el zarpazo de una bestia salvaje, Ishabbo se encogió en la silla que ocupaba.

—Entregadme vuestro plato —murmuró la mujer, dando la conversación por finalizada —. Ahora cenaremos y nos iremos a dormir. —Ishabbo dejó escapar todo el aire de sus pulmones en un gemido lastimero—. Mañana será otro día y veremos todo con otra luz. —No era cierto, solo había oscuridad en su mundo.







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