Miro distraída la sucesión de noticias en la televisión. A veces, me
embeleso mirando todas esas desgracias y me sorprendo a mí misma observando las
facciones de los vecinos de una mujer víctima de maltrato. Los observo
gesticular frente a la cámara mientras confirman con total sorpresa que no
sabían nada, que no habían visto nunca nada que indicara el sufrimiento de la
víctima. Me sorprendo a mí misma susurrándole al aire: «La Nada era lo que
teníais que haber visto».
Hoy, en las noticias, sale una mujer ucraniana enseñándonos el bebé que
acaba de tener en un búnker. La mujer sonríe a cámara perfectamente calmada,
con una sonrisa que tú sabes que no está bien. No está bien no llorar cuando
traes a tu hijo a la vida en un búnker, pero yo sé que la Nada ya se ha
apoderado de ella, esa Nada que te corroe por dentro, destruyéndolo todo a su
paso como lo hacía en Fantasía ante los ojos de Atreyu1. Sé que esa
madre no se dará cuenta de su existencia hasta dentro de un tiempo, espero.
Aunque, una vez te adentras en la Nada, quizá es mejor no salir de ella.
La mente tiene un límite para el sufrimiento. El sufrimiento impide que
pienses con claridad. La claridad es vital para la supervivencia. Por eso
existe la Nada. La Nada es lo que ocurre cuando tu mente decide que tu
supervivencia es más importante que tus sentimientos. Es entonces, cuando tu
cerebro, sin confesártelo, tira discretamente del cable que une tu mente a tus
emociones. Lo hace para salvarte, para que puedas ver con claridad y
sobrevivas, para que no sientas dolor.
Es así, cuando el enchufe que une ese cable se desconecta, cuando, de repente, la calma y la frialdad llegan a ti. Podéis pensar que eso es una ventaja, pero la Nada se lo lleva todo sin discriminar. Se lleva todo el dolor, pero, también, se lleva todo el amor, dejándote como una carcasa vacía.
Yo no sabría decir cuándo me adentré en la Nada. Mi cerebro tiró del cable en algún punto sin avisarme, cuando consideró que «todo» había sido más que suficiente.
Por aquel entonces, yo no entendía lo que me ocurría. De hecho, pensaba que no me ocurría… nada. Era cierto que la vida no me iba bien, pero me sentía calmada, fría, eficiente, podía trabajar sesenta horas semanales sin sufrir aburrimiento o fatiga, ya podían pisarme un pie que no me enfadaba y daba igual lo que me dijeras porque no me dolía.
Imagino que, si me observabas desde fuera, mi apariencia era la de una mujer distante y eficiente, diríamos que profesional, un mar en calma sin agresividad ni penas ni alegrías. Mirando hacia atrás, yo diría que era un mero engranaje que funcionaba.
Pasó tiempo hasta que llegaron los pormenores de la Nada. Primero fueron
mis manos, esos dedos que dolían sin motivo. Luego, el dolor se extendió por
todo el cuerpo y no tardó mucho en dolerme físicamente el corazón,
metafóricamente no me dolía en absoluto.
El dolor del corazón pronto se volvió un dolor sordo que irradiaba por mi
espalda y me acompañaba a todas partes. Era evidente que me costaba respirar,
me costaba subir tres escalones, me sentía una mujer de ochenta años tratando
de mover un cuerpo que no funcionaba.
Supongo que el periplo de médicos y la falta de explicación a lo que
ocurría en mi cuerpo empezó a despertar las sospechas sobre la Nada. No tardó
mucho en llegar mi visita a un forense y fue él el que pidió que ella me
vigilara.
Recuerdo haber visitado a aquella psicóloga el primer día desde mi
perspectiva de mujer calmada, fría y eficiente y pensar: «No tengo ni idea de
lo que hago aquí. Seguramente, esto es un error y después de hablar hoy conmigo
me dejará en paz».
Otros pensamientos más banales también se agolpaban en mi mente,
susurrándome cosas como: «¡Maldita sea! ¡Con la de trabajo que tengo y no voy a
llegar a la oficina hasta las 11! ¡Encima me comeré todo el atasco y saldré
tardísimo hoy!».
Recuerdo el silencio que se hizo cuando entré y cómo me sentí incómoda
porque esa mujer no parecía estar dispuesta a dirigirme la palabra.
Pronto, entendí que no iba a mover sus labios. De alguna forma supe que estaba tratando de que fuera yo la que dijera algo, lo que primero se me viniera a la cabeza. Así que, empecé a balbucir mis pensamientos sobre por qué no estaba bien que yo estuviera allí. Creo que, hasta que no intenté hablar, no me di cuenta de lo que me costaba encontrar las palabras y construir frases con ellas después de tanto tiempo sin usar mi voz y mis pensamientos.
Recuerdo que esa mujer me miró y me preguntó:
–¿Cuánto
tiempo hace que no tienes una conversación fuera del trabajo? ¿Un café, un
paseo? ¿Algo?
Negué
con la cabeza, el tiempo se había vuelto difuso en mi mente.
–¿Cuánto
tiempo hace que no ves a tus amigos?
Negué
con la cabeza de nuevo, no lo recordaba. ¿Acaso tenía amigos?
–¿Te
hace un seguimiento tu familia? ¿Saben algo?
Negué
otra vez con la cabeza.
–Mi
madre tiene Alzheimer, ella no es consciente –confesé.
–Cuéntame
tu historia.
Se
la conté.
–Cuéntame
cómo murió.
Se
lo conté.
–Cuéntame
cómo murió otra vez.
Se
lo conté de nuevo.
–Cuéntamelo
otra vez.
Lo
hice.
–La
sesión se ha acabado –me dijo esa mujer, bruscamente.
Miré
el reloj, sorprendida. Apenas habían pasado veinte minutos de los sesenta que
eran supuestamente una sesión. Algo en mí pensó: «¡Bien! Se ha dado cuenta de que estoy fenomenal y me deja escapar de
todo este aburrimiento. Así, acabaré antes todo ese trabajo que me espera en la
oficina».
–¿Tengo
que volver? –pregunté, esperanzada con que me dijera que no.
–Sí,
tienes que volver –dijo esa mujer con tranquilidad –. No eres consciente aún de
lo que te pasa, pero me has contado tres veces cómo murió tu hijo sin llorar,
sin que te tiemble la voz, como quien cuenta una película aburrida a otro. Eso
no es normal, no sé si lo entiendes.
La
vi acercarse a mí e inclinarse para mirar dentro de mis ojos.
–Estás
ahí dentro, sentada en las profundidades del infierno y vas a tener que hacerte
sola todo el camino de vuelta –chasqueó la lengua –. No creo que lo consigas,
demasiado adentro.
Tiempo
después, aprendí muchas cosas. Una de ellas fue que las emociones son como la
energía, no se destruyen, sino que se quedan ahí, se guardan, se atesoran y se
concentran, incluso cuando te refugias en la Nada para no sufrir. Esas
emociones que ignoras durante años son las que se acumulan y hacen que tu
cuerpo adquiera esa densidad que lo hace pesar como si estuviera hecho de plomo.
Esas emociones contenidas son las que te llenan de dolor.
Tiempo
después, aprendí también que, cuando llevas años atesorando emociones y
concentrándolas, el momento de volver a enchufar ese cable es peligroso. Hay
ollas a presión que estallan. Aprendí que pasar de la Nada a tener que
procesar todos los sentimientos y vivencias acumulados durante años te rompía
por dentro de una manera que nunca había esperado y que dolía más que cualquier
cosa que te hubieran hecho.
Pasó
mucho tiempo hasta que llegué otra vez a la consulta de esa mujer para que,
mientras se inclinaba para mirarme a los ojos, me dijera:
–No
sé cómo has logrado salir del infierno, pero lo has hecho sola –la vi
entrecerrar los ojos en un gesto lleno de suspicacia –. Es como si tuvieras algo
que te da esperanzas, algo a lo que te agarras –buscó ese algo, sin encontrarlo,
en mi mirada–, pero por mucho que hayamos hablado no logro que me lo cuentes.
Un secreto, ¿no?
Negué
con la cabeza, tratando de mentir y decir que no había nada que me diera
esperanzas, pero sí que lo había.
Mi
esperanza tiene sus raíces en una mujer siria a la que conocí en 2009 y que fue
con la que comenzó el fin de mi vida. Sé que esta frase está cargada de
incongruencia porque a día de hoy estoy viva, pero acabaréis por entender a qué me refiero.
1. Referencia a La Historia Interminable de Michael Ende.
Nota de la autora: La Nada es una denominación literaria para una de las secuelas del trauma que, clínicamente, se llama despersonalización-desrealización. La despersonalización-desrealización es una vía de escape de las víctimas para reducir la emotividad y sensibilidad frente las agresiones, de forma que puedan sobrevivir a ellas. Las víctimas que la presentan se muestran fríos, calmados y distantes, y, desde su perspectiva, ven las agresiones como algo ajeno y no propio. Es la despersonalización lo que permite que las víctimas anden entre nosotros y no las veamos.
Escrito el 23/03/2022
