Tengo que pediros disculpas por lo desordenado de mi discurso. Así que,
lo primero que haré será tratar de poneros en situación.
Nos habíamos quedado en que «El Perro», ayudado por su amigo «El Pez
Gordo», había conseguido echarme del trabajo bajo amenazas y me había
confirmado que nunca volvería a trabajar allí.
También, ya os he contado que, a pesar de irme, había decidido denunciar
mi caso y había ignorado las advertencias. Fue así, derivado de que denuncié mi
caso, que visité al forense y fue él el que me envió a aquella psicóloga que me
seguiría durante los juicios, esa que pensaba que yo nunca escaparía de la
Nada.
Sin embargo, en 2018 estoy dando mis primeros pasos en el mundo exterior, fuera de la Nada, y conociendo a mi nuevo amigo, el TEPT. Es en ese momento cuando tengo que admitir que esa psicóloga tenía razón. Entonces sí, el camino del infierno estaba desplegado frente a mí y cada paso que daba para salir de él hacía que me hundiera un poquito más en el dolor.
No es de extrañar que casi muriera dos veces en el proceso, pero os había
contado que la primera vez es un acto de estupidez y creo que os merecéis saber
cómo fue.
El día de mi casi-muerte estúpida, tengo que pisar los terrenos de «El
Perro» y su jauría, que no son suyos, pero se sienten como si hubieran marcado
las esquinas con orina para reclamar su posesión.
Hoy voy a ese sitio infecto porque tengo que entregar un papel y algo me
lleva a pensar que no perderán la oportunidad de tratar de cazarme en cuanto
ponga el pie allí. Por si fuera poco, hacen unos maravillosos 43ºC en pleno
mayo y os tengo que admitir que odio las olas de calor tempranas, mi cuerpo
parece resistirse a los cambios bruscos de temperatura con todas sus fuerzas.
Para completar la escena, en casa, el aire acondicionado está estropeado y ya
me siento pesada antes de salir por la puerta.
Cuando aterrizo en los terrenos de «El Perro» y en ese edificio donde
debo hacer un trámite, un miembro de la jauría me vigila desde lejos, pero
camino guardando las distancias. Lo cierto es que, aunque espero un ataque, sé
que será discreto. Me tengo que admitir que todo esto del juicio ha generado
algunos cambios en los modus operandi de «mis amigos» y ya no me atacan
de frente.
Desgraciadamente, eso no significa que no hayan buscado otras formas
imaginativas de dañarme y bloquear mis caminos. Para resumiros, tengo pleno
conocimiento de que husmean en todo lo que me rodea, hablan con todo el que se
acerca a mí y lo ponen en mi contra, se inventan rumores llamándome buscona y
vaga, incitan a los hombres a escribirme mensajes absolutamente inapropiados
para hacerme sentir un trozo de carne, vigilan mis comunicaciones, me insultan
en las redes y hasta han hablado con mi médico para convencerle de que me
invento las cosas e impedir que me dé una baja o encuentre la ayuda que necesito
para afrontar el TEPT.
En definitiva, planean la destrucción de todo lo que soy y de todo lo que
represento en todas las esferas de mi vida.
A la que me alejo de ese miembro de la jauría que me vigila, me doy de
bruces con una de las gemelas y me congratulo por mi mala suerte. Ellas, las
gemelas, no son malas y no son buenas, lo único que siempre debes recordar es
que son las manos derecha e izquierda de otro pez gordo, de uno que susurra en
el oído de un ministro.
La gemela me invita a un café y yo acepto, aunque sé que estoy cometiendo un error hablando con ella y solo quiere sonsacarme sobre el juicio, pero lo hago porque llevo tanto tiempo sin hablar con nadie y me siento tan sola que lo necesito.
Cuando estoy recogiendo mi café de la barra de la cafetería del edificio,
la gemela me deja sola un instante y puedo ver por el rabillo del ojo a una de
las secuaces de «El Perro» acercarse a mí aprovechando su partida.
El vago recuerdo de que, en algún momento, las conversaciones judiciales habían llevado a hablar de esa mujer y yo había contado que ella había desviado dinero, unos ocho mil euros, en forma de un falso contrato de trabajo para regalárselos a una amiga suya que había dado a luz, llega a mi mente. Como en ese preciso momento se está aproximando a mí con una cara iracunda y un puño levantado, tengo a bien confirmarme que se acuerda de ese hecho y, al parecer, no le sentó muy bien.
Desde luego, la gente tiene muy mal perder.
Ante la inminente agresión, hago lo único que sé hacer por instinto. Con esa capacidad de desvestirme de emociones que poseo, respiro hondo y me preparo para que me partan la cara. Sin embargo, después, todo pasa en un pestañeo. La gemela se da cuenta de que se le ha olvidado el azúcar, vuelve y pasa justo entre nosotras, interrumpiendo la escena ajena a todo lo que pasa.
Mi atacante, por su parte, se detiene y, con una expresión de
frustración, se piensa dos veces lo de golpearme ante tan distinguido público. Después, retrocede.
Tras ese extraño momento, recojo mi café y me dirijo a la mesa que ha
escogido la gemela con la sensación de que algo se está despertando dentro de
mí. Frustrada con todo lo que está bullendo en mi interior, trato de enfocarme
en lo que dice la gemela, pero acabo por tomarme de golpe el café caliente,
atosigada por el bochorno de esa ola de calor y con ganas de salir huyendo de
ese lugar.
La gemela, por su parte, no parece estar dándose cuenta de que toda esa
situación me ha alterado y se pone a contarme que le acaban de regalar un
puesto en una oposición bastante irregular y se siente mal por haberlo aceptado.
En sus diatribas, me confiesa que sabe que hay gente con mejor curriculum
vitae que ella que suspende siempre.
Tratando de no irritarme con lo que me está contando, asiento y dejo que
esas cosas tan variopintas que tendría que decir se piensen en mi mente y no
salgan por mi boca.
Si pusiera algo de lo que siento en palabras, le diría que no me extraña
nada que le den un puesto irregular, lo que me extraña es que en ese sitio
alguien haya conseguido su puesto sin arrodillarse antes ante «El Perro». Le
diría que hacer negocios con «El Perro» te deja en deuda con él y que, si él te
ordena que ataques luego a alguien, lo tendrás que hacer, que serás uno más en
la jauría. Le diría que perderse el respeto a uno mismo y aceptar un puesto
irregular es un mal paso en la vida. Le diría que mi hijo no está muerto porque
lo haya matado alguien, está muerto porque, aceptando puestos y encubriendo la
corrupción de ese sitio, entre todos, han creado una sociedad enferma que ha
permitido y apoyado su muerte.
Cuando todo eso que tengo que decir se me atasca en la garganta, me
disculpo y me marcho como alma que se lleva el diablo.
Durante el camino de vuelta a casa, empiezo a tener esos pequeños
síntomas que me indican que la amenaza de agresión, la vuelta a ese sitio
corrupto y la mala conversación han despertado a mi Mr. Hyde. Sí, un nuevo
ataque del TEPT está creciendo ya en mi interior, puedo sentir la olla a
presión a punto de reventar.
Al alcanzar el refugio que es ya para mí mi casa, entro apresuradamente
por la puerta y soy consciente de que a mi pasillo le falta humear del calor
después de toda la mañana dando el sol contra la fachada.
Sin dudarlo, me desvisto para aligerar la sensación de bochorno que
siento por la subida de tensión que estoy sufriendo al latir mi corazón a mil y hago lo que hago siempre que siento que el TEPT resurge, elegir qué tomar
para adormilarme.
Tras un examen exhaustivo de mis posibilidades, descarto el tranxilum®, el lorazepam y el diazepam porque es demasiado temprano para tomármelos. Son solo las 15 horas y sé que, si me los tomo, dormiré toda la tarde y tengo cosas que hacer. Así que, me pongo un vaso con hielo y echo dos dedos de whisky.
A la media hora, tengo sudores fríos, me duele terriblemente el pecho, la cabeza y el abdomen. Es más, el whisky no ha hecho efecto alguno en mí y el nerviosismo que caracteriza al TEPT sigue creciendo en mi interior. Repasando mis posibilidades de escapar de la crisis, admito que esta vendrá fuerte y me tomo el primer tranxilium®. Una hora después, llevaré dos copas, un tranxilium® y un lorazepam, y no, no es tanto, pero tengo los labios morados y estoy casi segura de que, con todo el estrés de día, se me ha cortado la digestión y, por eso, siento el abdomen como un bloque de piedra.
Lo dejo estar, lo importante es que se ha parado la crisis y ya me estoy
amodorrando. Siendo tan organizada como soy, llamo a mi abogado para cancelar
la cita que teníamos esa tarde antes de dejarme descansar.
Media hora después, ya son casi las 17 horas, consigo mi objetivo y me
quedo dormida boca abajo en la cama con ese dolor sordo en el abdomen y un
corazón que está latiendo a golpes irregulares.
Para cuando me despierto, el reloj marca las 16 horas. Parpadeo levemente
ante la luz y cierro de nuevo los ojos. Tengo mucho sueño y lo veo todo entre
neblinas, como si estuviera soñando aún. También, soy consciente de que hace
mucho calor en esa habitación, pero mi cuerpo, sin embargo, está helado.
Aunque estoy aturdida, mi mente se ve capaz de revisar un poco los
últimos eventos y llamarme la atención sobre algo que seguro habéis notado. Son
las 16 horas, llevo 23 horas durmiendo.
Ante ese hecho, en un alarde de voluntad, intento levantarme, pero mi
cuerpo no responde. Así que, con esa calma que me caracteriza, lo dejo estar y
me duermo plácidamente de nuevo.
Me despierto, miro el reloj y son las 14 horas. Estoy segura de que el
puto universo se está riendo de mí despertándome siempre una o dos horas antes
que el día anterior para que sepa que he cambiado de día.
En fin, soy consciente de que llevo casi 48 horas tumbada en esa cama. Reviso
cómo me siento y, la verdad, mi abdomen está totalmente contraído. Por una
extraña razón, mi cabeza sigue pensando y es ella la que me dice que está
segura de que el corte de digestión que he sufrido se ha complicado con el
calor, el alcohol, los ansiolíticos, la crisis del TEPT... en resumidas
cuentas, con la vida de mierda que vivo últimamente. Seguramente, es esa combinación
la que ha hecho que mi tensión arterial esté por los suelos y por eso tengo
frío y no me puedo mover. Básicamente, estoy sufriendo unos pequeños fallos en
la regulación de mi cuerpo que pueden acabar no siendo nada o significar la muerte.
Las pequeñas alertas que lanza mi mente sobre mi triste situación hacen
que consiga empujar lo suficiente mi cuerpo como para dejarme caer por un borde
del colchón y, arrastrándome como puedo, tardo una media hora en llegar a gatas
al baño... que está en la puerta de mi habitación, es decir, a unos dos metros y
medio de mi cama.
Como no logro ponerme de pie para beber agua del lavabo, abro el grifo
desde el suelo, me mojo la mano y trato de lamer lo poco que me llega.
Instantáneamente, surte efecto y vomito el café y el whisky de hace dos días.
Confirmado, estoy sufriendo un corte de digestión.
El sonido del teléfono, insistente, interrumpe mis pensamientos en ese
momento, pero lo descarto. Si hay algo que tengo por seguro, es que no lograré
llegar arrastrándome hasta el salón. Me apunto la nota mental de no volver a
dejar el móvil tan lejos de mí y no es que mi casa sea grande, pero, en ese momento, unos pocos metros son una distancia insalvable.
De hecho, logro arrastrarme apenas medio metro fuera del baño, por eso de la higiene –lo sé, las mentes delirantes tienen, a veces, cosas irrisorias en consideración– y me quedo dormida otra vez boca abajo justo en el marco de la puerta.
Cuando vuelvo a despertar, como me he movido, no veo el reloj y no tengo
muy claro qué hora es, pero, por la luz, diría que es pronto por la mañana. Trato
de hacer memoria y me digo a mí misma que el día en el que fui a entregar el
papel era lunes. Así que, si mis cálculos son correctos, ya es jueves. Llevo
cuatro días sin comer ni beber, a unos cuarenta grados y estoy tirada boca
abajo en la puerta del baño de mi casa. Soy todo glamour.
Repasando mi situación, tengo que admitir que la cosa no pinta nada bien y
que debiera intentar llegar hasta el teléfono y llamar a urgencias, pero,
extrañamente, me siento en una nebulosa agradable y los
pensamientos que recorren mi mente hablan de lo mucho que me agradaría morir
así después de todos esos años de oscuridad. Mi mente me dice lo agradable que
sería dejar de tener que luchar.
Llenándome de paz, dejo a mi mente ser feliz por un instante. No siento remordimientos al decirlo, en ese momento, me hubiera gustado dormir un poquito más y no despertarme, poder olvidar que mi hijo está muerto, que tengo a un pez gordo tratando de aniquilarme por un motivo que ni siquiera sé, que estoy en un juicio que todos desean que pierda, que tengo TEPT y no sé cómo librarme de él, que he perdido a mis amigos y no quiero seguir sintiéndome así de sola... y podría seguir, pero creo que con eso creo que ya justifico bien mi deseo de muerte.
En perfecta calma, me duermo con la esperanza de que pase, con la
esperanza de dormir para siempre.
Es casi la noche del jueves cuando me despierto con un dolor agudo en el
abdomen y abro los ojos al contraerme sobre mí misma. Una vez despierta, mi
estómago me da la bienvenida con un rugido y no me queda sino decirle en voz
alta: «¡Gracias, cabrón! ¡A buenas horas te despiertas! ¡Justo ahora que ya
había hecho las paces conmigo misma!».
Mi estómago me contesta con un segundo rugido y, en respuesta a sus deseos, gateo hasta el frigorífico en busca de algo que me suba la tensión y el azúcar en el cuerpo. Rato después, tendré las suficientes fuerzas para llamar y pedir ayuda.
Y así, en resumidas cuentas, es como casi-muero de una forma bastante
estúpida. La siguiente vez que esté a punto de morir, lo haré porque no hay
nada en el mundo que desee más que eso.
Escrito el 09/04/2022.
