Supongo que tener que ir a declarar a un juicio penal, ponerte de pie frente a la cámara, aguantar las mentiras que se cuentan de ti y que quede archivado tu caso, todo ello, sabiendo que la verdad es tuya, te hace sentir que el mundo te ha abandonado.
El problema era que, en mi caso, el mundo me había abandonado mucho antes. Ya me habían abandonado mis compañeros de trabajo, que sabían que las acusaciones que se habían lanzado sobre mí eran mentira (bien porque se las habían inventado ellos mismos o bien porque habían acordado no delatar a quien se las había inventado), me había abandonado mi familia y, también, mis amigos por no entender qué me sucedía, hasta me había abandonado yo misma.
De hecho, tenía la sospecha de que me había abandonado hasta mi abogado, al que pagaba por no abandonarme. No sé por qué, pero algo me decía que yo no tenía la exclusividad en eso de pagarle y podría ser que la otra parte también lo estuviera haciendo.
Por ello, cuando me abandonó la justicia no me sorprendió. Sin embargo, de ese asunto, lo que me molestó verdaderamente fue que el abogado del estado, que defendía a las acosadoras, entrara por la puerta del juzgado y dijera ese «¡Buenos días! Soy el que te llamó antes» a la juez. Ese extraño comentario podría hacer pensar que hubiera algún tipo de acuerdo entre la juez y ese abogado del estado, pero no, eso es imposible. Los jueces no se dejan comprar, lo sabéis todos y sí, sé que estáis pensando que en este caso podría haber ocurrido, pero no seré yo quien afirme tal cosa, vosotros imaginad lo que queráis.
Repasando los hechos, lo único que conseguí con ese juicio fue que se hablara de dejarme volver a trabajar en la administración. Lo sé, ahora pensaréis que estoy loca volviendo a poner mis pies en el terreno de «El Perro», pero no lo hice, pedí no volver al mismo lugar.
Mi idea de niña con fantasías en la cabeza era empezar de nuevo y dar una oportunidad a esa carrera con la que había soñado de pequeña. También, mi idea era encontrar la forma de sobrellevar el TEPT lo mejor posible y las rutinas del trabajo que me estaban ofreciendo ejercían menos presión en mí que el que había conseguido cuando me habían echado.
Obviamente, seguía siendo bastante estúpida. «El Perro» tardó dos minutos desde que mi juicio penal se archivó en llamar a mi nuevo lugar de trabajo y continuar con lo que había estado haciendo antes de irme: acosarme.
Dos días después de recibir el batacazo del archivo de actuaciones, se me informó que ya no tenía jefe ni despacho ni ordenador. Con sutileza, se me invitó a sentarme en la biblioteca mirando la pared. Al despedirse de mí, el que había sido mi jefe me musitó algo así como que, si no me echaba, no le iban a dar financiación para sus proyectos. Tan larga era la mano de «El Perro» que todos se plegaban frente a él.
Fue entonces cuando yo misma escribí al ministro para contarle lo que me estaba ocurriendo, pero, como os podéis imaginar, no recibí respuesta alguna. Tras eso, escribí al Defensor del Pueblo, pero, como os podéis imaginar, no hizo gran cosa por mí. Hasta llegué a escribir a Inspección de Trabajo, pero no acudieron a la primera y, a la segunda, aunque fueron, no me ayudaron.
Con el tiempo y muchas quejas, lo que sí logré fue conseguir un espacio donde trabajar. Pensaréis: «¡Qué bien! ¡Alguien le dio un despacho y algo que hacer a esta muchacha!».
Lo siento, lamento decepcionaros, pero ya os he explicado muchas veces que los lobos nunca sueltan presa y «El Perro» seguía vigilando cada paso que yo daba. Así que, no me queda sino informaros que, con escasa alegría, me moví a mi nuevo despacho en un hueco en una mesa en una sala de impresoras.
Esa decisión no fue algo que me sorprendiera, al fin y al cabo, ya había estado en el sótano tiempo atrás. Sin embargo, me decepcionó que no fuera una alacena debajo de las escaleras, me hubiera sentido un poco más Harry Potter y un poco menos un despojo.
No sé muy bien cómo contaros la sensación que se tiene cuando, por mucho que tratas de rehacerte y ponerte tiritas en la piel herida, no logras escapar del cerco que han construido para ti. En esa época, me sentía como una mosca atrapada en una tela de araña, una mosca enferma y sin fuerzas que ya no sabía cómo luchar. Creo que, en ese momento, me vine abajo del todo y el TEPT aprovechó para arrasar mi cuerpo sin que yo pudiera ponerle ningún freno.
De esa forma, el TEPT inició sus ciclos uno detrás de otro: crisis de TEPT, diez días de agotamiento, crisis de dolor, crisis de TEPT, diez días de agotamiento, crisis de dolor... y así una y otra vez. Eran tales las pesadillas que tenía por las noches que apretaba sin cesar la boca y tuvieron que ponerme un mordedor para poder dormir. Era tan violento lo que veía en mis sueños que no quería dormir y, pasados veinte días durmiendo apenas una o dos horas, tu mente divaga. Finalmente, ni siquiera ese médico que hablaba a mis espaldas con «El Perro» se negó a ofrecerme una salida y me dejó ir de baja.
Supongo que habían pasado ya ciento veinte días de esa baja, en ese extraño bucle infinito que era mi vida entonces, cuando empecé a desear morir. No fue ese deseo que tiene uno de forma momentánea, sino el deseo sólido que tiene alguien incapacitado por una enfermedad. Para mí, la vida se había convertido en una tortura. Cada vez que venía una crisis, si no estaba buscando cómo sedarme con alcohol o ansiolíticos, estaba en urgencias ingresada con dolor en el pecho, creyendo que moriría de un infarto. Por las noches, tenía que sedarme para no enfrentarme a las pesadillas y, por las mañanas, no podía deshacerme de los efectos de los ansiolíticos, así que, caminaba por la casa adormilada y descoordinada, golpeándome y cayéndome al suelo una y otra vez, mi piel llena de cardenales.
Pero lo peor de todo era que, cuando no tenía crisis de TEPT, estaba agotada y, mi mente, abotargada. Recuerdo que, durante esa baja, ponerme los dos calcetines al levantarme por las mañanas me llevaba unas tres horas. Recuerdo días en los que tener dos tareas diarias, como lo eran tener que ir a comprar algo que comer y hacer algo que comer, era un absoluto reto. Recuerdo que me desorientaba en casa, perdía el coche en los aparcamientos de los supermercados y tenía que dar interminables vueltas a las rotondas porque, una vez entraba en ellas, no recordaba a dónde iba.
Es extraño que, con todo lo que me pasó, lo que más me frustraba era levantarme por las mañanas y tratar de calentar un vaso de leche en el microondas para descubrir, al abrir la portezuela, que ya había hecho ese mismo gesto minutos antes y que ya había un vaso caliente dentro.
Pronto, mi frigorífico se llenó de vasos de leche duplicados a la espera de ser usados en otra ocasión y, cada vez que abría el frigorífico, eran un constante recordatorio de que mi cuerpo y mi mente estaban ya muertos, que solo hacía falta que me rindiera a la evidencia.
Fueron los ocho vasos de leche abandonados en mi frigorífico los que me animaron a dejar de tomarme los ansiolíticos durante las crisis. No porque no los necesitara, sino porque empecé a acumular esas y otras pastillas, que robaba o no me tomaba, con el claro objetivo de conseguir una dosis letal. Fue tanta la dedicación que desarrollé para preparar mi muerte que saqué mis apuntes de farmacia y la calculadora e hice y rehíce los cálculos una y otra vez hasta que sospeché que podría morir con la combinación de fármacos que tenía.
Algo en mí se está quejando mientras escribo esta parte y creo que es mi lado de farmacéutica. Tengo que pediros que no lo intentéis nunca, que no os suicidéis. Os tengo que decir que la vida es importante, que solo un 0,01% o menos de las personas que intentan suicidarse con pastillas llegan a morir. Que es muy improbable que lleguéis a alcanzar la dosis letal y os quedaréis a mitad de camino. Que no es rápido, que es probable os de tiempo a arrepentiros y llaméis a vuestra familia u os encuentren.
Pero yo no era vosotros. Yo sabía que para alcanzar la dosis letal hay que hacer maravillas. Yo sabía que es mejor mezclar fármacos que intentarlo con uno solo, que hay que bloquear el hígado y los riñones para que no den abasto. Yo no era vosotros, en ese momento no tenía familia que me fuera a echar de menos o me fuera a encontrar, no tenía familia a la que llamar cuando lloraba. Por aquella época, solo me quedaba mi madre y ella tenía ya Alzheimer. Yo sabía que me olvidaría nada más irme y no sufriría sin mí. La había dejado a buen recaudo.
Supongo que habían pasado ciento ochenta días de baja y de esa tortura que se había vuelto mi vida con el TEPT cuando estuve lista para hacerlo.
El día que decidí hacerlo fui a comprar una botella de whisky para saturar mi hígado. Al volver, me puse una copa y algo de música. Según el whisky me hacía efecto, entró en mí algo de nostalgia y fue esa nostalgia la que me hizo acercarme hacia los álbumes de fotos. No llegué a tocarlos, ni siquiera me acordaba de que tumbado sobre ellos estaba mi diario.
Aunque no soy mucho de mirar atrás, lo tomé y lo abrí, hojeando las páginas hasta que llegué a 2009 y a mi visita a la mujer siria. Con mis ojos llenos de lágrimas, leí lo que había escrito ese día en las páginas que tenía frente a mí.
Minutos después, me senté de nuevo en mi silla, me puse una, dos o, quizá, tres copas más. Cambié la música por algo más animado y me puse a bailar borracha aquella canción de rock. Ni que decir tiene que me olvidé completamente del suicidio.
Después de más de doscientos días de baja, conseguí controlar el TEPT y solicité el alta voluntaria. Ese primer día, fui al trabajo y me enfrenté a mi sala de impresoras con el ánimo de inventarme lo que fuera que hacer y ser productiva para esa sociedad. Fue en esa sala de impresoras donde, con una sonrisa en los labios, tomé la última decisión estúpida que iba a tomar.
Os la contaré. Llevaba toda la vida huyendo de «El Perro» y él llevaba toda la vida persiguiéndome. Así que, decidí dejar de huir y volver a su lado. Decidí opositar para conseguir de nuevo el trabajo del que él me había echado. Decidí que iba a deshacer todo lo que él me había hecho, no porque yo quisiera recuperarlo, sino porque él quería hacerme daño, pero también se lo hacía a sí mismo al odiarme. Por extraño que parezca, me pareció bien elegir que sufriéramos los dos juntos de ahí en adelante.
Con toda mi valentía y un cerebro todavía medio anestesiado por el TEPT, me planté en el primer examen de oposición, el tipo test. Al leerlo, me pareció que habían subido muchísimo el nivel de las preguntas porque yo iba a presentarme y «El Perro» tenía miedo de que pudiera aprobarlo. Me alegré de ello, era una buena señal que sintiera amenazado su proyecto de destruirme y echarme de ese sitio. Es más, era la primera vez que él se tenía que defender de mí.
Aunque tengo que admitir que casi lo consiguen, aprobé, mientras que el resto de los opositores suspendieron. Después de ese examen, presentarme al segundo yo sola se me hizo difícil, pero, como había aprendido algo, me llevé la grabadora. A la hora de leer el examen, me pidieron que saliera un momento y se me olvidó apagarla. Días después, escuché la grabación y se oía al tribunal discutiendo sobre cómo suspenderme si había escrito tanto.
Era definitivo, «El Perro» les había dado órdenes de suspenderme. No dudé en escribirle y hacerle entender que tenía esa grabación.
Durante el tercer examen, el de inglés, la presidenta del tribunal me amenazó con denunciarme por haberla grabado. En ese momento, me di cuenta de que esa sociedad que habían creado en ese sitio estaba tan enferma que ni siquiera sabía que la mala persona era ella. Vi hasta la sinceridad en sus palabras, no me decía eso pensando que se equivocaba, sino que creía que ella era la buena y yo había cometido algún tipo de error que se me podía recriminar. Me costó hasta un poco explicarle que las oposiciones son un acto público y los actos públicos se pueden grabar.
Me presenté al cuarto examen y también lo conseguí aprobar. De repente, todos los planes de «El Perro» por echarme de sus tierras habían quedado deshechos. Desde luego, el daño en mi cuerpo y en mi mente no se habían curado, pero me daba igual, en ese momento ya sabía que mis heridas no se iban a curar y tan solo quería que él me acompañara en mi sufrimiento.
Fue así cómo, en enero del 2021, fui a tomar posesión de mi plaza. Ese día, me escribió una amiga de «El Perro» con él en CC para solicitarme mis papeles. A nada que contesté, su rabia y su odio hacia mí lo estaban corroyendo ya de tal manera que falló y contestó sin darse cuenta de que le había dado a responder a todos. En ese email, detallaba lo que iban a hacer conmigo nada más pusiera yo mis pies allí. No lo dudé y respondí educadamente, añadiendo en CC a inspección.
Tardó unos meses en ocurrir. Para entonces, yo había decidido volver a intentar llevar a juicio mi caso, mi segundo intento. De hecho, ya había entregado los papeles y ya no podía echarme atrás. En mayo de 2021, alguien me paró por el camino a mi despacho y me dijo: «No sé si alguien te lo ha contado porque se ha ido sin despedirse, pero X (usó su nombre real) ha dimitido de su puesto».
No sé cómo expresaros mi decepción. Tantos años fue detrás de mí como un perro rabioso y, sin embargo, apenas lo desenmascaré, salió huyendo sin presentar una lucha frente a frente. ¡El muy cobarde huyó con el rabo entre las piernas!
Fue entonces cuando supe que mi pesadilla se había acabado y, con una sonrisa amarga, conté el tiempo que había pasado desde la muerte de mi hijo en junio del 2014. Habían pasado seis años y once meses. Si lo redondeamos, diríamos que habían pasado siete años.
Las palabras que escribí en mi diario tras la visita a esa mujer siria volvieron a mi mente.
«Siete».
Más segura de mí misma, me sacudí las penas para enfrentarme al segundo juicio sabiendo que aún me faltaría un tercero para conseguirlo. En ese momento, sabía que mi vida caminaba a su fin sin que yo pudiera salir de los raíles en los que se había convertido mi destino.
Escrito el 10/04/2022.
